Waldo Fernández

 

EL IEME: LA HUELLA QUE LLEVO 

Y ME LLEVA 

Waldo Fernández

  


Un soneto me manda hacer Violante… Pero no es ni soneto ni Violante. Es Angel Sáiz quien me pide que escriba algo sobre lo que el IEME y su centenario significan para mí, sobre mi labor misionera, sobre mi actividad profesional; “una breve memoria personal”, dice, en el marco de esa tarea que se ha autoimpuesto de elaborar biografías, memorias, etc., sobre el IEME y quienes lo amamos. ¿Cómo negarse?

Aterricé en el Seminario de Misiones en septiembre de 1964, luego de haber pasado seis años en el Seminario Menor de León. Por ser de familia muy cristiana y muy eclesiástica, era obvio que debía tener vocación sacerdotal a los 11 años, cuando me llevaron al seminario, aunque siempre he creído que entonces la vocación la tenían nuestras madres. En caso es que allí pase mi infancia y adolescencia. No lo pasé mal, aunque vivía en un desgarro permanente entre cómo yo era y cómo quería ser. Yo era un niño noble y trasto, sobre todo trasto; pero, como quería “portarme bien”, me pasaba la vida haciendo visitas al Santísimo y pidiéndole a la Virgen María que me ayudaran… Pero nada, no había forma de sacar más de un cinco en disciplina…

Y a los 17 años decidí que sí, que quería ser cura, pero no cura para vivir cómodamente como los curas de España (así lo veía yo). Quería ser misionero. Y empecé a apuntar a Burgos. No fue fácil, porque nadie me tomaba en serio. Me perjudicaba además el hecho de que el Dómund de 1963 había tenido como lema “El Dómund de la gran Aventura”. “¡Buena cabeza tiene éste para irse de misionero!”, debían pensar mis superiores y mi director espiritual de León.

En aquellos años irse de misionero tenía su aquél. Para muchas familias suponía, con distintos matices, algo así como perder un hijo. Así pensaba yo que lo sentiría mi familia, y no encontraba la forma de decírselo. Nunca olvidaré la tarde de julio en que se lo dije a mi madre, en la cocina, después de la siesta… “Bueno, hijo, pues si ésa es tu vocación…”. Me quedé helado.

Y así fue como llegué al seminario de Misiones de Burgos. Lo que allí encontré nunca me lo había imaginado. Era un ambiente cosmopolita, donde convivíamos catalanes, extremeños, canarios, mallorquines, vascos, andaluces... En mi propio curso (segundo de Filosofía) nos juntábamos gallegos, asturianos, vascos, catalanes, aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, castellanos, madrileños, leoneses… Yo, que nunca había salido de León, alucinaba cuando oía hablar en euskera, catalán o gallego…

Me impresionó, sobre todo, el sentimiento de acogida. A los pocos días tenía la sensación de haber conocido toda la vida a mis compañeros. Todos estábamos allí por lo mismo. Éramos muy conscientes de que, para llegar a ser misioneros, teníamos que esforzarnos en el estudio, en la espiritualidad, en el ambiente fraterno y de servicio. Y los curas que estaban allí para formarnos no pensaban en “hacer carrera”. Estaban deseando que terminara su período de servicio para irse a “las misiones”. Sentí, quizá por primera vez, que me trataban y me valoraban como persona, que me escuchaban, que me tomaban en cuenta.

Recuerdo las veladas, sobre todo las del primer trimestre: San Francisco Javier, la Inmaculada, las despedidas de los misioneros… La primera despedida que me tocó fue la de Pascual y Sangalo. El humor de las veladas era impresionante. Aún veo las carcajadas de Pepe Valdavida, entonces rector, que abría una boca como el boquero del pajar con los chistes de  borracho de Miguel del Bosque… Me impactaban las canciones de los tríos de la época: Garísoain, Rotellar y Múgica, o Acosta, Lertxundi y Juanjo.

¿Qué decir d aquellos actos litúrgicos brillantes y perfectos? Me impresionaban las Misas y las Vísperas de los domingos, de una ejecución impecable, bajo la experta dirección de Andreu Argelés y/o Mateu Riera, unos maestros de ceremonias como nunca había conocido ni conocí después. Más tarde aborrecí un tanto aquel liturgismo rubricista y me pasé a la espontaneidad y normalidad de la reunión fraternal comunitaria. Pero fue entonces cuando empecé a disfrutar del canto gregoriano (Ramón Ormazábal era quien nos dirigía entonces), disfrute que mantengo hasta el día de hoy; tengo en mi ordenador una colección de 40 ó 50 discos de diversos monasterios y corales de todo el mundo, y lo escucho de vez en cuando.

Otra novedad para mí era lo de los “oficios”. Despertaban mi curiosidad los butaneros, que llenaban nuestras pequeñas bombonas para las estufas con las que infructuosamente intentábamos calentar nuestros pies en las habitaciones. A mí me toco el oficio de peluquero; no tenía ni idea, pero me enseñó Pascual Usó y con el tiempo llegué a ser jefe de peluqueros; nunca olvidaré la situación tan embarazosa que pasé cuando tuve que ir a cortarle el pelo a Monseñor Lecuona, con su venerable y reluciente calva…

 

Waldo Fernández, Teodoro Nieto y Jesús Rodríguez

en la Ruta del Cares (León)

Años más tarde fui el responsable de la “ciclostil” o multicopista. Era un oficio muy importante, en un tiempo en que casi no teníamos libros de texto y nos abastecíamos de los apuntes que nos daban los profesores. Recuerdo cuando, al inicio de Segundo de Teología, el Padre Eduardo Martín Ortiz me dijo que podía imprimir los apuntes de la primera “tesis” de Cristología del año anterior. El era muy exigente consigo mismo, y los apuntes del año anterior siempre le parecían horribles. Sólo me puntualizó que, en esa primera tesis, no sacara la página 17, la de la desmitologización de Robert Bultman, que quería rehacerla. Al día siguiente ya me dijo que a lo mejor le salía más de una página. “No hay problema, le dije, podemos numerarlas como 17b, 17c, etc.”. Al final se me acabó el abecedario y seguía la producción; la secuencia siguió con la 17z1, 17z2, etc. Al final, lo que era la página 17 se extendió a la 17z26… Así era el Padre Eduardo, exigente, responsable, desordenado…

El nivel académico era, en mi opinión, más que notable. Me llamaba especialmente la atención el carácter “práctico” del estudio. Se enfatizaba aquello que constituía el “mensaje” que algún día debíamos transmitir. Había una gran creatividad en los profesores, que intentaban contagiárnosla. Estaba presente la idea de transmitir el mensaje de Jesús respetando las culturas. ¿Cómo olvidar aquellas clases de Etnología que nos daba José María Lerga? ¿O las de Historia de la Iglesia de Guillermo Mújica? (la preparación de una clase, se decía, le llevaba a él nueve horas de trabajo…).

¿Cómo no recordar las clases de Eclesiología de Antonio Villar, empeñado en meternos en la cabeza lo de la “colegialidad” del Vaticano II? Conmigo tuvo bastante éxito, porque llegué a aprenderme y a memorizar hasta el día de hoy  aquello de “Nam etsi pastores multi sumus, unum gregem tamen pascimus, et oves universas, quas Christus sanguine suo et passione quaesivit, colligere et fovere debemus” (San Cirpiano, Espístola ad Esmirneos). Y ya a finales de la Teología, disfruté mucho con las clases de Escritura de Teodoro Nieto y Marcelino Márquez, que nos dejaban mucho campo para la investigación personal y para la reflexión sobre la conexión de la Biblia y la vida…

También recuerdo las actividades pastorales que realizábamos.  Al principio casi se reducían a salir los domingos a dar catequesis a distintas parroquias de la ciudad y alrededores. A mí me tocó Gamonal, pero otros se iban hasta Castañares o la SESA. Después eso fue cambiando, y nos “insertábamos” en otros colectivos más novedosos y más cuestionantes para nosotros: Los grupos juveniles, la JOC, la HOAC, los barrios de gitanos…

Y así, burla burlando, se me fue pasando Burgos y llegó el verano de 1971, cuando, terminada la Teología y clausurado el inmueble de San Pedro de Cardeña, preparamos las maletas junto con Juan José guerra, Gonzalo Povedano y Jacinto Martínez para volar a Guatemala; ellos se ordenaron ese verano, pero yo preferí ver antes el percal de “las misiones” y me fui “desordenado” (me ordenaría tres años más tarde).

Cuando llegué al Peten, encontré nobles huellas, algunas de ellas aún frescas. Mencionaré al Padre Florentino Valdavida, a Benedicto Revilla, Genaro Artázcoz, Pepe Muñoz, Daniel Ferri… Florentino Zaratiegui nos albergaba y cuidaba cuando viajábamos a la capital. En el Petén me encontré un “grupo pensante”, en búsqueda de fórmulas y prácticas para una evangelización liberadora. Los líderes eran Antonio Villar, Miguel Morillas y Juanjo Aldaz, tres personalidades muy distintas pero los tres con el corazón lleno de ternura y de amor a la gente.

Se valoraba mucho el estudio y la lectura. Por mi parte, pronto dejé atrás el Catecismo Holandés y tomé como libros de cabecera los documentos de Medellín, Las Venas Abiertas de América Latina, las Antiguas Culturas Precolombinas, la Biblia Latinoamericana... Devoraba las revistas de Vida Nueva y otras, que nos llegaban con dos o tres semanas de retraso, pero que nos hablaban de los obispos profetas Helder Cámara, Pere Casaldáliga, Leonidas Proaño, Samuel Ruiz, Sergio Méndez Arceo, Oscar Romero (éste un poco más tarde) y del martirio de algunos de ellos, como Monseñor Angelelli (Argentina) o el Padre Héctor Gallegos (Panamá), por comprometerse con los pobres. También leíamos lucho de teología, de sociología, de experiencias pastorales. Recuerdo cómo me encantó el primer escrito que leí de Ignacio Ellacuría a la luz de mi quinqué de la mesita, que casi todas las noches se me apagaba porque se le terminaba el gas.

Las reuniones del grupo eran intensas y eternas, con apasionadas discusiones sobre la pobreza o los mecanismos de evangelización.

Como yo no era presbítero, y por lo tanto estaba libre de obligaciones sacramentales, me encomendaron la coordinación del movimiento de “animadores de la comunidad”, que recién habían comenzado… Era una responsabilidad bastante superior a mis capacidades, pero era un proyecto colectivo, donde todos arrimaban el hombro, y que nos dio muchas satisfacciones. La metodología básica era trasladar a la gente el mensaje evangélico y permitir que ella lo interiorizara, lo expresara y lo hiciera vida. Bien pronto caducó para mí aquello de que “en las sombras de la muerte los infieles nos esperan…”. Aunque suene ya un poco manido, aquel proceso nos evangelizó también a nosotros. Sin habérnoslo propuesto, estábamos formando líderes cristianos comprometidos con lo social y estaba surgiendo una Iglesia popular.

Pero la cosa tocó techo. El administrador apostólico (un dominico guatemalteco más preparado para promover novenas a la Virgen del Rosario o para condecorar al Cristo que para buscar caminos a la evangelización) empezó a ver herejías en nuestro trabajo. Y ya no hubo más. De nada valió la mediación de varios obispos e incluso del Nuncio. Hicimos hacer las maletas y, con lágrimas en los ojos y el corazón encogido, tuvimos que abandonar El Petén un 30 de noviembre de 1975.

 No nos faltaron lugares de acogida. Los “padres del Petén” teníamos fama de un  poco revoltosos, pero también de personas de fe, trabajadores y entregados a la gente. Y otros obispos se nos rifaban, modestia aparte. Decidimos no ubicarnos todos en una diócesis, sino integrarnos en los Presbiterios de tres: Sololá, San Marcos y la Arquidiócesis de Guatemala.

 

Waldo Fernández con su familia

Se abría, así, una nueva etapa de la presencia del IEME en Guatemala. A mí me tocó en la diócesis de San Marcos. Hace unos días, un sacerdote guatemalteco y excelente amigo, Toribio Pineda,  me escribía estas líneas:

“Siempre me alegra mucho saludarte desde estas tierras marquenses, tan queridas e inolvidables para ambos y en las cuales hemos compartido alegrías, tristezas, sueños y esperanzas, juntamente con los otros compañeros del Instituto Español de Misiones Extranjeras –IEME-. Esos años que hemos compartido con ustedes del IEME son sencillamente inolvidables. Recuerdo cuando ustedes llegaron a esta diócesis marquense, en tiempos de Monseñor Popi y vinieron a llenar de alegría, fraternidad y espíritu misionero a esta diócesis. Compañeros incansables e incondicionales en el trabajo pastoral y en el compañerismo como Antonio Villar, tú mismo Waldo, Lucio García,  Miguel Morillas (Q.E.P.D), Teodoro Nieto,  Juanjito Guerra (Q.E.P.D.), Gonzalo Povedano, Vicente, Juanjo Aldaz, Paco Ortega y Jesús Rodríguez. Les agradezco enormemente el haberme agregado a ese grupo soñador y Quijotesco. Era un grupo precioso, muy sólido, de alta calidad humana y cristiana, “con un solo corazón y una sola alma” y que, al mismo tiempo hacían causa común con el resto del presbiterio de la diócesis y con Monseñor Popi. Nuestro levítico equipo de basket ball, el EMET, ha sido caso único en la diócesis. Oh témpora o mores!!! No se ha vuelto a vivir otra experiencia similar en la diócesis. Pusieron ustedes de manifiesto que en los seminarios del IEME, les dan una excelente formación muy humana y cristiana en los hechos. Fides sine opera, nulla est”.

Durante aquellos años, y por diversos motivos, tuve la oportunidad de visitar in situ a los compañeros del IEME en Costa Rica, Perú, Brasil, Colombia, Nicaragua, República Dominicana… Eran países y situaciones muy distintas, pero pude comprobar que, salvo excepciones, en todos los grupos permanecía aquel espíritu de generosidad, pasión por la evangelización, opción por los pobres y su liberación…

En San Marcos estuve seis años. Después vino la época del exilio mexicano, con sus desafíos, búsquedas y compromisos. Y más tarde, para mí, los años de trabajo en Manos Unidas como profesional de la cooperación internacional, desde donde también mantuve el contacto con otras caras y realidades el IEME. Y luego vino mi jubilación… De todo ello habría mucho que hablar y que escribir, y creo que ya me he extendido lo suficiente.

A través de los párrafos anteriores creo haber dejado claro que el IEME ha sido algo así como el hilo conductor que ha dado sentido a mi vida. En el IEME aprendí a ser persona y a ser creyente. En él encontré la fraternidad y mis mejores amigos. Me enamoré de él desde el primer encuentro, y ese enamoramiento ha perdurado por los siglos de los siglos, aunque hoy reconozco que a veces me he pasado defendiendo aquello de “extra IEME nula salus”.

Waldo Fernández Ramos

Comentarios

  1. Grande, grande,... qué grande eres, Waldo.

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  2. Imposible comentar muchos de los aspectos que toca mi paisano Waldo. Sí, certifico que "en León no era él". Y me alegró encontrarlo de nuevo en Burgos y en su salsa: hombre serio y responsable pero que no podía irse a la cama sin una "gamberrada bien hecha". En las veladas lo explotábamos y él se dejaba explotar ¡era parte de su carisma!
    Y no quiero comentar su largo compromiso demostrado hasta hoy día. Creo, Waldo sí es de los que pusieron la mano en el arado (¿ya en Almanza-León?) y no han mirado para atrás. ¿Quién dijo que el amor a Clara y a sus dos muchachos significa mirar para otro lado?
    JMRojo

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  3. Un placer enorme leer el testimonio personal de Waldo....(que me disculpe, peor él sabe que me costó mucho interiorizar lo de Waldo pues en Burgos le llamábamos Ubaldo....!!)..también recuerdo su visita a Perú y a Villa El Salvador con Miguel Morillas....Resumo lo que he sentido leyendo lo que nos ha contado y que coincido plenamente: el IEME nos ha formado....y eso dura para siempre, aunque cambiemos de trabajo, de lugar, de familia...y, por eso, así seguimos...amigos!

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