Jenaro Artázcoz - Waldo Fernández
JENARO ARTÁZCOZ, MISIONERO SABIO Y SENCILLO
A cargo de Waldo Fernández
Publicado en el número 293 de la revista Misiones Extranjeras,
correspondiente a abril-junio de este año
Los ancianitos y ancianitas se quedaron tristes. Qué vamos a hacer ahora, sin el Padre Jenaro, decían. Se habían acostumbrado a él; era de los suyos. Las Hermanitas de los Pobres también le querían; no daba una guerra y además ¡eran tan servicial! Y lo mismo decía Don Santiago, el capellán, al que el Jenaro echaba una mano en sus tareas. Eso era en enero de 2013, cuando se nos fue.
Jenaro Artázcoz Lizárraga había nacido 85 años antes en Liédena (Navarra). Estudió en la Preceptoria de Roncesvalles y en el Seminario de Pamplona hasta completar el primer curso de filosofía, y en 1947 pasó al Seminario de Misiones de Burgos, donde fue ordenado sacerdote en 1952. Fue destinado a la recién creada misión de Marugame, Japón, y en octubre del mismo año salió para California, donde debía estudiar inglés, como paso previo a ir a Japón. Pero ese “paso” se convirtió en una prolongada estancia de 11 años, ya que fue nombrado superior del grupo de misioneros que por allí pasaban, al tiempo que ejerció actividades pastorales en tres parroquias.
En 1963 la Dirección General del IEME, a petición de los misioneros que estaban en El Petén, Guatemala, le designó superior de esa misión, y al año siguiente fue nombrado Administrador Apostólico. Su gran humanidad y su mente abierta fueron un gran acicate para aquel grupo de misioneros de la selva petenera, que buscaban nuevas formas de entender la Misión, incorporando en su trabajo pastoral los esfuerzos por la promoción de los pobres y el desarrollo de la región.
Su entusiasmo y sus propuestas innovadoras le valieron la admiración y el aprecio de la naciente Conferencia Episcopal de Guatemala. Algunos quisieron proponerle para Obispo, pero él se negó; quería sentirse libre cuando acabara la etapa como Administrador Apostólico. “¡Cómo nos hace de falta el Padre Jenaro!”, comentaba años después un obispo guatemalteco, lamentando el conformismo del Episcopado…
Había participado, en 1965, en la última sesión del Concilio Vaticano II. Hablaba con entusiasmo de las orientaciones del Concilio. Soñaba con una Iglesia renovada, para hacer más presente y cercano el Evangelio en medio del pueblo. Vibraba de emoción al hablar de la colegialidad, del diálogo de la Iglesia con el mundo, de una Iglesia sencilla y pobre, abierta a los pobres…
En 1969, la II Asamblea General del IEME lo eligió Director General. Se abría una etapa dinámica y conflictiva en la vida del IEME, y a él le tocó pilotar el traslado de la institución a Madrid, la remodelación de la estructura del seminario, la apertura de nuevos campos de misión en barrios marginados de Sao Paulo (Brasil) y la República Dominicana, en la zona minera de Ndola (Zambia), en los “pueblos jóvenes” de Ica (Perú) y en el nordeste brasileño.
Era feliz visitando a los grupos misioneros, a los que contagiaba vitalidad y pasión misionera, Pero tampoco le faltaron sufrimientos. Quizá los más importantes fueran la expulsión de tres misioneros de Colombia y la posterior salida de todo el grupo, después de misionar durante 50 años en la región del San Jorge. Y la prisión de dos misioneros durante 22 meses en Mozambique, así como la expulsión de otros ocho, por estar al lado del pueblo cuando éste luchaba por la independencia.
Al terminar su período como Director General, en 1974, se incorporó como misionero de a pie al grupo de Sao Paulo-Marilia, en Brasil. Fue para todos un testimonio hermoso y convincente. Al principio le costó acomodarse a la agitación en aquellas barriadas de gente amontonada, pero pronto se adaptó y se hizo querer.
En 2008 comenzaron a pesarle los años (iba a cumplir 80), y se regresó a España, donde encontró un nuevo hogar en las Hermanitas de los Pobres, en Madrid. Allí estuvo hasta el 24 de enero de 2013, cuando pasó a las manos del Padre.
Los misioneros del IEME, y también los de fuera, lo recuerdan por su espíritu optimista, alegre, abierto, inquieto, crítico, práctico, generoso, renovador y acogedor. La humanidad se le salía por todos los poros. Tenía una gran facilidad para hacer amigos y sabía regalar amistad y cariño. Siempre estaba disponible para quien necesitaba una palabra, un consejo, un favor… Era un compañero cercano, leal e incondicional, y un hábil conciliador. “Soy un charlatán”, decía a veces, pero confundía charlatán con conversador; disfrutaba hablando, pero cuando hablaba siempre decía algo.
Era un hombre sabio. No solo de la sabiduría intelectual (que la tenía, y mucha), sino de la sabiduría práctica, de entender e intuir las cosas, de descubrir los entresijos de la realidad, de comprender el sufrimiento de los pobres y de conocer a sus ovejas, con un gran sentido común y “sabiendo estar”.
Trabajó sin descanso por la construcción del Reino, con un gran espíritu misionero que supo expandir por donde pasaba, siempre dispuesto a emprender sin miedo y con profunda esperanza cualquier camino que se presentara como camino del Señor. Y siempre con una gran naturalidad, sencillez y buen humor.
En sus últimos años, los achaques, intervenciones médicas, hospitalizaciones, etc. le sirvieron para acrecentar más aún la bondad y ternura de un misionero sencillo y bueno. Se interesaba por todos y por todo, preguntaba por cada persona y ayudaba en lo que podía. Y también en esos momentos los vivió con fe, con entereza y con la libertad de los hijos de Dios, lo mismo que había vivido las responsabilidades y los contratiempos que le tocó vivir en la iglesia y en el IEME.
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