VICENTE, EL CURA DE LOS POBRES
A cargo de Waldo Fernández
Publicado en el número 293 de la revista Misiones Extranjeras,
correspondiente a abril-junio de este año
Sencillo, humilde, espontáneo, cercano a los pobres… Así fue toda su vida. Pero es que lo había mamado; le venía de raza... Vicente Hondarza Gómez nació el 15 de octubre de 1936 en Fernancaballero, Ciudad Real, hijo de campesinos pobres. Su padre, Heraclio, era además cartero rural. Su madre, Santiaga, falleció tres horas después de nacer Vicente. María Juana, una vecina, lo amamantó junto a su hija. La abuela Fidela lo crio en su casa, con alguna ayuda económica, al parecer, de la Diputación de Ciudad Real; porque estaban también sus hermanos mayores María Gracia, Felisa y Emiliano, de 7, 6 y 5 años (por cierto, María Gracia sería más tarde religiosa y Emiliano sacerdote). A las dos mujeres Vicente las llamaba “mamá” y las dos lo querían como a un hijo.
Al mismo tiempo que aprendía las letras en la escuela, aprendió también las tareas del cultivo de la vid: la poda, el abono, la vendimia… Más tarde aprendió el oficio de carpintero-ebanista, y en ello trabajó hasta los 19 años. Fue entonces cuando decidió hacerse sacerdote, e ingresó en el seminario de Ciudad Real, donde estudió Humanidades y Filosofía entre 1954 y 1962. En ese año se trasladó al Seminario del Instituto Español de Misiones Extranjeras (IEME), en Burgos, donde finalizó sus estudios eclesiásticos. El 21 de julio de 1967 fue ordenado sacerdote en su pueblo natal, y unos meses más tarde partió para Colombia.
Allí le encargaron la parroquia de Morales, en la selva, a orillas del río Magdalena. Era una región de difíciles comunicaciones. Sus más de 30 pueblos y caseríos dispersos solo podían visitarse en canoa por el río o por senderos a pie o a caballo. Era una zona donde la gente del campo vivía en una pobreza grave y donde la cotidianeidad se veía afectada por una fuerte conflictividad social, alimentada por el narcotráfico y el binomio insurgencia-contrainsurgencia. Los misioneros del IEME se esforzaban por mejorar la vida de la gente, concienciándola y ayudándola organizarse. Vicente se mete en esa corriente y dedica su vida a los campesinos de la selva.
A los terratenientes de la zona y a los políticos corruptos no les gustaba aquella forma de trabajar de los sacerdotes, y vigilaban sus actividades. Les incomodaba que trabajaran por los pobres y apoyaron las agrupaciones, cooperativas y asociaciones de los trabajadores y los campesinos. Acusaron a los misioneros de meterse en política y presionaron al gobierno para que actuara contra ellos. A finales de 1972 el gobierno expulsó a varios misioneros, entre ellos tres compañeros de Vicente. En febrero de 1973 todo el grupo del IEME se vio obligado a salir de Colombia y se trasladó al Perú.
Vicente fue nombrado párroco de la ciudad de Chancay, a orillas del Océano Pacífico, 70 kilómetros al norte de Lima. Se entregó de lleno a la gente, promoviendo comunidades de base y ayudando a organizarse a los habitantes de aquellos hormigueros humanos llamados eufemísticamente “pueblos jóvenes”. Su sensibilidad ante el dolor de sus hermanos le hacía olvidarse de su persona. Se confundía con la gente, a la que trataba con familiaridad y con profundo respeto a su cultura. Apoyó a los jóvenes estudiantes, a las madres a través de comedores populares, a los campesinos de la sierra, a los profesores… Enseguida fue reconocido como el “padresito de los pobres”.
Confiaba mucho en los laicos y junto a ellos creo varios organismos para atender a los más pobres: El Centro de Madres, el grupo de Juventud Estudiantil Católica y, sobre todo, el Comité Parroquial de Solidaridad y Derechos Humanos, para defender a los más pobres de los abusos de los terratenientes. Quería que el mensaje de Jesús fuera realmente una Buena Nueva para los hombres y mujeres de su tiempo y su espacio, y luchó por el cambio de una sociedad injusta.
No tenía ambiciones personales. Su vida estuvo llena de sencillez y generosidad. Y también de alegría. En cualquier reunión siempre era Vicente el encargado de distender el ambiente con sus innumerables chistes y buen humor, que le hicieron ganarse la simpatía de muchos. Tenía muy claro que había venido para servir, no para ser servido, y que no se puede amar al mismo tiempo a Dios y al dinero. Proclamaba la Buena Noticia con la palabra y con la vida, acompañando, organizando y defendiendo a los más pobres, que vieron en él un ejemplo de amor, de solidaridad, de compartir.
El 13 de junio de 1983 subió a la comunidad de Lampián para celebrar la fiesta de San Antonio. Por la noche, después de la celebración de la Eucaristía, se retiró a descansar en una pequeña y humilde habitación a las afueras del pueblo, preparada para él, al estilo de las viviendas de la serranía. Su cadáver apareció a la mañana siguiente en el campo, con las vértebras cervicales, las muñecas y los tobillos rotos; con señales de ataduras y de estrangulamiento; con hematomas por todo el cuerpo, y con una herida mortal en la cabeza. La autopsia confirmó que había sido asesinado.
Nunca se investigó adecuadamente para identificar a los culpables; los poderosos no lo permitieron. Pero la gente tuvo claro desde el primer momento que los autores intelectuales del crimen fueron los caciques terratenientes, que desde hacía tiempo le criticaban y amenazaban incluso desde los periódicos. Le acusaban de comunista, subversivo, terrorista, agitador... Los terratenientes querían recuperar las tierras que habían sido repartidas a los campesinos durante la reforma agraria de los años 70…, y Vicente estaba al lado de los campesinos. Los terratenientes veían amenazados sus intereses, y lo sentenciaron a muerte.
El se lo esperaba. Pocos meses antes se lo había dicho a sus amigos en su última visita a España: “Seguramente será la última vez que nos veamos”. Pero, pese a las amenazas y calumnias, nunca perdió ni su esperanza ni su alegría contagiosa. Algunos amigos le aconsejaban que no pusiera tanto el dedo en la llaga. “Lo seguiré poniendo hasta que salga pus, siempre que sea para defender a mis hermanos pobres”, decía Vicente.
Fue maltratado y asesinado por seguir el evangelio. Había optado por los pobres. Se identificó, como Cristo, con su pueblo, con los campesinos, con los marginados, con quienes sufren las consecuencias de un sistema injusto y de una sociedad inhumana. Su presencia alegre y comprometida era una parábola de la cercanía de Dios, de su presencia paternal y amorosa en medio de este mundo. Y pagó el precio de esa opción. Hay fuerzas y poderes de este mundo que no soportan a quien promueve a los pobres ni a quien los denuncia con la Biblia en la mano.
A su funeral acudieron miles de campesinos de las sierras vecinas de Chancay, estudiantes, maestros, amas de casa, sacerdotes, seminaristas, defensores de los derechos humanos… Parecían juramentarse para seguir sus huellas. Algunas pancartas decían “Vicente, continuaremos tu obra”. El obispo oficiante lo calificó de testigo y mártir de la Iglesia peruana.
Sus restos reposan en el cementerio de Chancay, pero su testimonio de hombre bueno, de creyente ejemplar, de sacerdote generoso, de compañero leal y alegre, de defensor de la vida de los más pobres… añade su nombre a las miríadas de mártires de la Iglesia Latinoamericana a lo largo de los siglos… Fue un testigo como Dios manda.

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