Ángel Bercerril, misionero en Tailandia

 

Ángel Becerril,

misionero del IEME en Tailandia:

“Me toca ser simplemente rocío”

 

 

Ángel Becerril Fernández nació en Cozuelos de Ojeda (Palencia) en 1938. Ingresó en el Seminario de Misiones en tercero de Filosofía, en 1958. Hizo su compromiso perpetuo con el IEME en 1963. Fue ordenado de presbítero en Burgos en 1964. Fue destinado al Grupo de la entonces Rhodesia y estuvo trabajando en las misiones de Kana, Nembudzia y Matetsi (Zimbabue). En  los años 1972-1973 vino a Madrid como formador. Volvió a Huange en 1974. En 1991 fue destinado al nuevo Grupo de Tailandia, donde permanece hasta ahora. Hay que destacar en Ángel el  buen trabajo desarrollado en Zimbabue durante largos años y su disponibilidad para ser pionero del nuevo Grupo misionero del IEME en Asia, en Tailandia. Después de treinta años ahí sigue viviendo ahora en Udon Thani, la capital de la diócesis y colaborando en tareas pastorales en la catedral.

      De internet tomo esta entrevista publicada en la revista “Iglesia en Palencia”, el 15 de septiembre de 2017:

Ángel Becerril (IEME) es un misionero veterano; sus 27 primeros años como misionero, se los dio a Zimbabwe, y los otros 27, a Tailandia, ahí sigue, a sus 80 años, dándonos esa suave fragancia evangélica.

Recogemos una hermosa reflexión de este misionero diocesano en Tailandia : “Me inspiró esa reflexión - nos dice Ángel - un monje budista que instruía a sus novicios después de regresar de su ruta mañanera de mendicante por las calles del pueblo. Lo que él enseñaba a sus muchachos lo aplico yo a los tres misioneros distintos”.

¿Quiénes son esos tres misioneros distintos?

El primero es el misionero que yo quiero ser. Nació cuando yo soñaba en imitar aquel Padre Blanco de barba cana que, hace sesenta años, recorría los seminarios sembrando ilusiones en el corazón de los jóvenes seminaristas. Más tarde, ya en África, junto con otros visionarios del mundo de los sueños, se fueron sembrando las semillas de un misionero fantástico por los caminos y las aldeas de Zimbabwe.

Aún está a mi lado ese misionero que quiero ser pero que no acaba de tomar carne y hueso en la realidad. No desdeño ni desprecio a este primer misionero. Me hace bien su compañía. Le invito a caminar conmigo allí donde me llevan las tareas de la rutina de estos pueblos en el corazón de Asia. Pero constato que ese hermano mío y yo no nos identificamos. 

                                                                                          

El segundo misionero es aquel que otros creen que yo soy. Cuando leo revistas, libros o comentarios provenientes de España o de otros mundos distantes me doy cuenta de que todos tienen un gran aprecio al misionero de lejanas tierras, a quien levantan sobre un pedestal muy elevado. El santo cuanto más lejano más milagroso. En cambio, en su propia tierra el profeta no hace milagros.

La compañía de este segundo misionero me distrae; me hace perder esa ‘atención’ que los orientales exigen para toda actividad y para la vida del espíritu.

         Ese segundo misionero se reviste a veces de otros disfraces: por ejemplo, lo que otros esperan o se imaginan que yo hago. La palabrita ‘proyectos’ no puede faltar nunca cuando uno habla de misiones o dialoga con un misionero. Ese segundo misionero en la mente y en los labios de los otros es el misionero de los proyectos.

En un mundo moderno de ofertas y demandas, ese segundo misionero se presenta a mi puerta ‘demandando’ proyectos. Tengo que confesar que no pocas veces he tenido que forcejear con dicho visitante para no someterme a sus exigencias.

Y el tercer misionero es el que yo soy. Mi confesor os podría describir este tercer misionero, pero, por suerte para mí, no le es permitido hacerlo. En mi anterior parroquia vivió una familia con dos hijas. A la primera le dieron el nombre de Rocío (en tailandés Namkhan) y cuando vino la segunda la llamaron Lluvia (Namfon).                                  

En contraste con el orden en que vinieron las dos hijas de esta familia, en mi vida de misionero primero llegó la etapa de la lluvia con abundantes actividades misioneras en África donde se ve nacer y crecer a las comunidades como las plantas del huerto al contacto con el agua que desciende del cielo. En muchas partes de África la vida cristiana corre abundantemente como agua que llena ríos y pantanos. Esa lluvia que desciende sobre la montaña y riega los campos está empezando a producir ya frutos maduros en aquel continente: Una Iglesia joven pero dinámica.

  


Mi segunda etapa de misionero por estas tierras de Tailandia es la del ‘rocío’. Quizá sea esta la palabra que puede describir al misionero que ahora soy: rocío. Tenemos misioneros de la palabra, misioneros itinerantes, liberadores, misioneros de los areópagos modernos de los medios de comunicación, los sembradores y ejecutores de proyectos, etc. A mí me toca ahora ser simplemente rocío. “Seré como rocío para Israel; él florecerá como el lirio y hundirá sus raíces como el Líbano” (Oseas 14,6). En aquellas tierras desérticas del Medio Oriente una gota de rocío tiene tanto valor como un pantano repleto de agua. La flor languidece cuando le afecta el sol tropical, el bochorno de las tentaciones o persecuciones, la sequía de unos cielos adornados por nubes estériles. 

Cada mañana me hago esta pregunta: ¿Cómo puedo ser yo hoy rocío para las personas en mi entorno?

Veo languidecer las ilusiones de muchos jóvenes que llevados por los vientos de esta sociedad de cambios repentinos caen en la cuneta con su educación truncada y son lanzados a un mercado laboral inestable y opresor. Jóvenes parejas fracasadas y frustradas. Ancianos en soledad a quienes la nueva sociedad ya no acompaña como era la tradición de los antiguos. La flor que languidece rebrota con el rocío, se refresca, cobra vida y belleza. Ahí tengo yo una tarea que cumplir: ser rocío que reconforta.

El rocío no es como los ciclones que azotan con tanta frecuencia a países como a nuestro vecino de Filipinas. Su llegada no es repentina ni acompañada de truenos, no quebranta la hoja con su peso, se deja transformar en vapor invisible con el calor del día... pero se deposita nuevamente sobre las mismas hojas todas las mañanas. Sin ruido se hace presente cada día desde antes de la aurora.

Y cuando yo mismo experimento que mi flor se marchita y languidece acudo antes de que salga el sol a Quien es el verdadero rocío que me puede transformar en lirio para el jardín de este mundo; “como el lirio entre los cardos”, que recitaba el poeta del Cantar de los Cantares”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comentarios

  1. Me encantó el simil del rocío. En una zona en la que nunca jamás llueve, he visto reverdecer las dunas de la costa Pacífica del Perú sólo por efecto del rocío. Y puedo asegurar que parece un verdadero milagro. Puedo imaginar una labor misionera actuando como el rocío. No podía haber encontrado el Padre Becerril una mejor comparación.

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  2. Para mí, Ángel fue un referente en Burgos y siempre lo he recordado con mucho cariño. Me encanta oír o leer lo que sobre él digan los medios o los compañeros, todo bueno. Me sigue admirando su actual entrega callada, su estar ahí para quien lo necesite, su capacidad de adaptación al entorno en el que le toque vivir... ¡Gracias, Ángel Becerril!

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