Guillermo Múgica - Misionero en Perú

 

Guillermo Múgica

Misionero en Perú

 

Nació en Pamplona el 18 de enero de 1941. Hizo sus estudios en el Seminario de Pamplona. Ingresó en el Seminario de Misiones de Burgos el 24 de septiembre de 1959. Hizo su compromiso con el IEME el 18 de diciembre de 1964. Fue ordenado diácono el 3 de abril de 1965. Ordenado presbítero el 29 de junio de 1965, de manos de Mons. Ignacio Prieto, recién nombrado obispo de Huange (Zimbabwe)

Del año 1965 al 1970 estuvo de formador en el Seminario de Misiones, primero en Burgos y luego en Madrid. Allí desempeñó su primera misión y destino como director espiritual y profesor de teología (Historia de la Iglesia, Iglesia en el mundo - Gaudium et Spes - y Patrística.

En 1970 es enviado a Perú, dando inicio a la presencia del IEME en dicho país y, a través de una privilegiada inserción en el mismo, a una serie inacabable de intensas, nuevas, ricas y fecundas experiencias de todo un subcontinente en ebullición y creación. Aparte del trabajo pastoral de base, la encomienda de participación en labores de asesoría del movimiento estudiantil católico - del que Gustavo Gutiérrez era asesor nacional - le posibilitó una pronta y honda amistad con Gustavo, así como una fértil colaboración con este gran cristiano y teólogo, del que Múgica se siente, sobre todo, devoto admirador y discípulo. Por eso ve su participación en el Instituto Bartolomé de las Casas o las invitaciones como ponente en algunos de los cursos organizados por el Departamento de Teología de la Universidad Católica de Lima como pequeñas deferencias, signos de confianza y regalos de un amigo entrañable.

Para los 80 está ya de regreso en España para sacar una Licenciatura en Teología Pastoral en el Instituto Juan XXIII dependiente de la Universidad de Salamanca. Y profundiza también su investigación y especialización sobre El Método Teológico en la Teología de la Liberación.

Reincorporado finalmente a la Diócesis de Pamplona, más allá de su trabajo en diversos lugares y parroquias, ha puesto especial empeño en acompañar a Comunidades de Base, Grupos cristianos y Movimientos apostólicos de dentro y fuera de la Diócesis. Y es en la actualidad consiliario de “Solasbide” (grupo miembro del movimiento internacional ICMICA-MIIC. PAX ROMANA) y capellán de las HH. Franciscanas Misioneras de María – las del “zapatito blanco” de Burgos – en su residencia de Pamplona, reconvertida en geriátrico para hermanas mayores de dicho Instituto.


Nos comunica el propio Guillermo Múgica que en la revista Páginas (del Centro de Estudios y Publicaciones, CEP, Perú, Nº 260, Diciembre 2020) apareció una reflexión suya titulada “CAMINANDO JUNTOS”, que le pidieron con motivo de los 50 años de presencia del IEME en Perú (que me tocó iniciarla a mí – por cierto en Cajamarca, continuando posteriormente en Ica –).

Este artículo hace referencia a los cincuenta años de presencia del IEME en el Perú. Hubo una presencia previa ´particular’ de seminaristas: Michel Azcueta – que siempre figurará como una persona relevante en la reciente historia peruana –, Javier Lou, José Antonio Pinel, José Luis Fuertes, Fernando Domínguez y Julio Blanco. Por diversas razones, una de mis encomiendas fue, precisamente, animarles y ayudarles a regresar. Azcueta y Lou no lo hicieron, habían decidido entregar su vida al pueblo peruano y a los pobres de ese pueblo.

 

“Hubo una presencia previa ´particular’, en Perú, de seminaristas del Seminario de Misiones de Burgos: Michel Azcueta, Javier Lou, José Luis Fuertes, Fernando Domínguez, Julio Blanco y José Antonio Pinel”.

 

CAMINANDO JUNTOS

A LOS CINCUENTA AÑOS DE LA PRESENCIA DEL IEME EN EL PERÚ

Guillermo Múgica

 

Este Septiembre se cumplen 50 años del inicio de la presencia en Perú de algunos sacerdotes del IEME (Instituto Español de Misiones Extranjeras). Y, más concretamente, aunque algún mes más tarde, de su presencia en Ica. Por mi parte, de entrada, deseo que sepan que siempre he considerado un inmenso regalo del Señor, un privilegio y un honor haber sido la persona que en 1970 inició la andadura cuyo aniversario conmemoramos. Entiendo que, precisamente por esta circunstancia inicial, algunos de ustedes me han hecho llegar, a través de nuestro común amigo Juan – el entrañable “Juancito” – la petición de algunas palabras, de algunos ‘recuerdos’ más exactamente.

Recuerdos y gratitud

Un aniversario es, en verdad, un tiempo de recuerdos. Y créanme si les digo que son multitud de rostros, nombres, lugares, situaciones y sucesos  los que asaltan ahora mismo mi mente, pero porque ellos suelen ser huéspedes habituales de mi memoria. Una memoria ésta, han de saberlo, hondamente cordial y que, por lo mismo, hunde sus raíces en un corazón que les quiere y que ama profundamente su bendito país –  que, en alguna  medida y por adopción, y con su permiso por supuesto, también  considero mío -. Ustedes me acogieron con generosidad, me hicieron un sitio en sus vidas y me invitaron a compartirlas. Ustedes me marcaron profundamente, dejaron en mí una huella imborrable, fueron parteros y parteras de alguien que renació distinto con ustedes y entre ustedes. Sellamos así un vínculo permanente que la distancia y el tiempo no han podido romper. Prueba de ello es, de una parte, haber podido gozar con relativa frecuencia – con emoción e interés expectante siempre – de las visitas de algunos de ustedes; y, de otra, haber vuelto yo mismo al Perú en dos ocasiones, aunque mis visitas hayan sido fugaces. En este momento, serias límitaciones que escapan a mi voluntad me impiden repetirlas. Pero les puedo asegurar que éste es el día en que algunas y algunos de mis mejores amigos – los considero en realidad hermanas y hermanos más que amigos – son peruanos. Ustedes los conocen bien.

Y evocando recuerdos ¿cómo no traer a la memoria, justamente ahora, aquel primer recorrido por los Pueblos Jóvenes – que sin duda quienes me recogieron en el aeropuerto lo quisieron ‘bautismal’ -, recién aterrizado en Lima y apenas bajado del avión, antes de depositarme en Miraflores en casa de la fallecida Sra. Esther, que me recibió y hospedó con su proverbial delicadeza en aquellos primeros días? ¿Cómo olvidarme de los sacerdotes belgas que regían entonces la Parroquia limeña de Jesús Obrero, que me buscaron a los pocos días, me llevaron a su casa y me pusieron en la pista de un aterrizaje en el país que fuera lo más lúcido y crítico, y lo más empático posible? ¿Cómo olvidar el impacto de la desolación de un Huaraz destruido por el terremoto y el inmenso dolor enterrado en el subsuelo de un Yungay sepultado? ¿Cómo no seguir temblando de emoción recordando los pies agrietados de los campesinos cajamarquinos o viéndolos, caída la noche, acurrucados bajo sus ponchos, durmiendo en los pasillos internos del Obispado de Cajamarca, que venía a ser como el refugio y hotel de los pobres venidos del campo en el trasiego de aquellos días de Reforma Agraria? 

Y ¿cómo podría olvidarme de San Isidro, mi primer lugar de desembarco en Ica, o de La Unidad Vecinal, Santo Domingo, La Tinguiña, Acomayo, Santiago, Guadalupe (nuestros ámbitos territoriales de trabajo de aquellos años)? Pero, sobre todo, - y perdonen mi debilidad - ¿podría no acordarme, de manera muy especial y preferente, de las y los militantes de UNEC, que tanto me motivaron, de los que tanto aprendí y a quienes siempre ví como un inmerecido regalo que el Señor puso en mi vida? Disculpen que, en este apartado genérico de ‘recuerdos’, no traiga a colación nombres propios de personas. Obedece a una decisión consciente. Aun contra mi voluntad, sin duda pasaría por alto a muchos y deseo evitarlo a toda costa. Me siento en deuda con todos ustedes. Con todas y todos, sin excepción.

Pero miren, más que de recuerdos, me gustaría hablar con ustedes de algunas vivencias primerizas. He dicho primerizas, pero no por ello pasajeras. Se trata de unas vivencias que en su momento fueron significativas para mí y que marcaron un poco – al menos eso creo, aunque puede que me engañe o sea  inmodesto al afirmarlo – la vida y acción del grupo sacerdotal del IEME.  Aludiré tan sólo a unas pocas. Tienen, irremediablemente, una fuerte carga subjetiva, lo reconozco, por eso hablo de vivencias. Son iniciales, pertenecen a los primeros momentos de mi estancia en Perú. Y más que tratarse de vivencias diversas, ellas configuran aspectos distintos de un mismo, intenso, rico y complejo proceso interior, un proceso entre espiritual y pastoral en suma. Sé que,  muy probablemente, no voy a decirles nada nuevo que no hayan escuchado ya dicho por otras voces o en tonalidades distintas. Pero será un modo de entreabrirles la puerta de mi espíritu, correspondiendo así un poco a la generosidad con la que ustedes en otro tiempo me abrieron el suyo.

Vivencias con huella

Debo afirmar que mi primera vivencia fue la de verme rodeado de personas de una gran generosidad. Personas que, sin conocerme, me acogieron cordial e incondicionalmente, se anticiparon a cuanto pudiera necesitar, se preocuparon por mi bienestar, confiaron en mí, me brindaron una cálida amistad y, con admirable y ejemplar gratuidad, hicieron cuanto pudieron para que no me sintiera extraño en el país y pudiera ubicarme en él. Así pues, un solícito y efectivo amor recibido fue mi primera vivencia. Al recordarlo ahora, siento no haber correspondido debidamente al mismo. Por eso me siento también un poco avergonzado, aunque confiado en su perdón. Y no me cansaría de repetirles una y otra vez la palabra ‘gracias’.

Y sigo. Lo que viene no me tomó desprevenido, créanme. Puedo decir incluso que contaba con una buena preparación de mente y disposición vital y de corazón. Pero he de confesar que, puestos los pies en Perú, a mí la realidad de la pobreza – y de la riqueza como su cruel y antagónica factoría - me entró y penetró dolorosamente por los sentidos, por los poros de mi ser, y se adueñó de mí. Es decir, la humanidad de los pobres e inhumanidad de la pobreza, me la impuso la realidad, por encima de cualquier pensamiento, como un tsunami envolvente que me engulló y zarandeó con su violento oleaje. Aquí tienen mi segunda vivencia.

Continúo. El golpe, aun previsto en cierto modo, provocó en mí un doble cuestionamiento. El primero referido a la misión o, en expresión ordinaria y popular, ‘las misiones’. Tengan en cuenta que yo provenía de un instituto misionero. ¿Cómo es posible, me preguntaba, que yo, un recién llegado a estas tierras, tenga mi vida asegurada desde el primer momento, cuente con todo lo que necesito, en tanto hijos e hijas de este pueblo, que se cruzan a mi lado por la calle, malviven precariamente o naufragan en la indigencia? Y ¿dónde está la Iglesia, qué ha sido de ella? – me decía a mí mismo oteando a vuelo de pájaro y superficialmente el panorama tras siglos de presencia cristiana -.  ¿Qué es eso de ‘las misiones’ (me interrogaba), que podía derivar en situaciones como la que yo mismo  estaba viviendo: una situación que, aparte de considerarla injusta y de golpear mi conciencia, me descolocaba y desencajaba el pensamiento?

Ligado a esta interpelación, - que constituía ya en sí misma una tercera vivencia -, el segundo cuestionamiento tenía que ver con mi persona y la posibilidad de ofrecer algo mínimamente positivo y eficaz a la realidad que tenía delante y que me golpeaba profundamente. No voy a detenerme a explicar los porqués, pero puedo decirles sin atisbo de vanidad que, por aquellos tiempos, yo era uno de esos curas que podían pasar por poseer una buena ‘preparación’, hasta superior a la media si ustedes me lo permiten. Pues bien, sepan que, ante el mundo de los pobres – del que ya les he comentado que me envolvió y me entró por los sentidos -, yo, cura recién llegado, me sentí como un cero total. Todo mi bagaje me pareció de pronto como una nada inservible. Porque ¿de qué podía servir si no contribuía siquiera en algo a cambiar o, cuando menos, a aliviar la dolorosa situación de tantos hermanos y hermanas? Y ¿cómo podía hacerlo? Pero para estas preguntas yo no tenía por el momento ninguna respuesta. Necesitaba buscarla, debía buscarla. Aquí tienen mi cuarta vivencia.

Había que tratar de encontrar y saber discernir. Y me daba cuenta de que las preguntas y los cuestionamientos eran tan importantes que, con toda seguridad, en el mundo pastoral peruano y latinoamericano se los tuvieron que hacer otros agentes pastorales antes que yo. Y, muy posiblemente, habían ido forjando algunas respuestas que las estaban poniendo en marcha. Era cuestión de encontrarlas. Se trataba de discernir, entre las pastorales vigentes en la Iglesia del Perú y olfateando siempre el rastro del Espíritu, aquellos caminos y orientaciones que mejor se adecuaran a aquel anuncio del Señor y de su Evangelio, – ésta era a la postre nuestra tarea –, que más y mejor pudiera desplegar toda su potencialidad transformadora no sólo de las personas, sino de la realidad en su totalidad. Y llegado a este punto, el Señor cumplió también en mí su promesa evangélica de que ‘quien busca encuentra’. Mirando hacia atrás descubrimos la providencia del Señor que amorosamente nos cuida. Pues bien, fue esta Providencia la que, por una serie de circunstancias, me hizo recalar en UNEC, en ONIS, en Iglesia Solidaria, etc. Tuve además el privilegio de encontrarme en unas coordenadas y de relacionarme con unas personas que me permitieron estar situado en el cogollo mismo de gestación de las nuevas orientaciones y respuestas que, a la postre, yo mismo andaba buscando. Era un amanecer que llevaba ya un buen espacio de tiempo fraguándose. Me refiero, obviamente, a lo que sintéticamente podemos denominar como la corriente espiritual, pastoral y teológica de la liberación. He aquí mi quinta vivencia.

Pero hay algo más. Permítanme que recuerde ahora a Gustavo Gutiérrez, a quien tanto debo y a quien quiero entrañablemente. En una conferencia en Pamplona – yo estaba a su lado en el estrado – dijo, dirigiéndose al numeroso auditorio, que recordaba perfectamente el momento, el lugar y la persona que había formulado por primera vez alguna de las intuiciones o alguno de los contenidos de la teología de la liberación. Lo decía en el contexto de cómo esa teología era expresión y fruto de unas vivencias y de un esfuerzo colectivo. Pues bien, yo sentí, y creo no equivocarme, que, en ese instante, generosamente, Gustavo quiso que yo supiera que me tenía presente también a mí como parte de aquel hacer colectivo al que había hecho referencia. Porque lo cierto es – y lo digo con entera humildad, no podría afirmarlo de otro modo – que, en una medida muy pequeña por supuesto, yo he tenido la suerte de aportar también algo a esa rica y preciosa sinfonía que ustedes y yo compartimos y que cantamos a coro con toda nuestra alma y con toda nuestra vida sin duda. Y en esto consiste mi sexta vivencia: la conciencia humilde y agradecida de haber sido incorporado de tal manera a su Iglesia peruana, a través de una porción muy específica de la misma, que se me dio la posibilidad de ser plenamente, en comunión con todos, un sujeto cristiano y pastor activo y creativo. Y, por cierto, ha sido sobre todo con ustedes y entre ustedes como la Iglesia, la Iglesia toda, fue tomando para mí cuerpo y presencia. Aprendí a amarla. Y procuro seguir amándola en fidelidad.

Y nada más. Abrazos, así puedan ser sólo virtuales. Y que el Señor les bendiga a todas y todos ustedes.

              Guillermo Múgica.


 

 

        

   

 

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