Homenaje al P Navarro

  

Homenaje al P. Navarro

misionero en Panamá


…Ad Deum qui laetificat  juventutem meam

(…al Dios que es la alegría de mi juventud)

 

En enero de 2013 envié yo por correo electrónico a los componentes de la Familia de Amigos del IEME este recordatorio de nuestro querido, admirado y entrañable P. Navarro, con el que convivíamos en el seminario de Burgos. Lo rescato ahora de aquellos correos y lo reenvío porque creo que el P. Navarro se merece estar presente en este Centenario entre los misioneros cuyo recuerdo guardamos todos con inmenso cariño.

 

“Me viene a la memoria estos días el recuerdo de la figura y la persona del P. Navarro, allá en el seminario de Burgos de los años 60. Recuerdo su figura anciana, un tanto encorvada, paseando por los pasillos del seminario, apoyado en su bastón. Me viene a la memoria su hablar tembloroso y su caminar incierto (el “elgañabaldosas, le llamaba Alfonso Valverde, porque cuando levantaba el pie para andar, nadie era capaz de acertar en qué baldosa iba a terminar apoyándose), recuerdo su genio y sus reproches a menudo profundos de nuestros caprichos de juventud. Tenía su aposento en una habitación que le habían habilitado en la planta baja del edificio, porque su estado le impedía subir o bajar escaleras.

El P. Navarro había estado en misiones muchos años y había vuelto cascado. En aquellos años el IEME no tenía una residencia para ancianos y enfermos, como hora tiene en la calle Pirineos, de Madrid. Los misioneros ancianos y enfermos que carecían de alguna vivienda de acogida familiar convivían con nosotros, como también el P. Cenera (que vivía gracias a las transfusiones de sangre que periódicamente recibía con toda urgencia en el hospital) o el P. Florentino Valdavida (que sufría extraños ataques que le hacían perder la consciencia largo rato).

Estos misioneros, en lugar de ser un estorbo para nosotros, eran un continuo ejemplo para estímulo de nuestra vocación misionera. Algo así como si nos estuvieran avisando del posible destino que nos aguardaba a muchos de nosotros con nuestra entrega generosa y total a la predicación del Mensaje por todos los países del mundo. A todos estos ancianos y enfermos misioneros les admirábamos y les teníamos un profundo cariño, a pesar de que alguno de ellos, debido a su deterioro emocional, neurológico o motórico, tuviera el genio a flor de piel y a veces tolerara mal nuestras ruidosas efusiones de alegría y nuestro alocado (a veces) comportamiento juvenil.

Un día me encargaron que ayudara a misa al P. Navarro. Posiblemente, su fámulo (sirviente o cuidador) debía estar enfermo u ocupado en algún otro menester. Pues bien, yo acudí a la hora que se me había asignado a la capilla recoleta que había en una determinada estancia del seminario, que debía servir de capilla privada para la misa de estos sacerdotes jubilados. Le ayudé a vestirse con los ornamentos correspondientes y empezamos la misa al pie del altar:

- Introibo ad altare Dei - dijo él- (me acercaré el altar de Dios).

- Ad Deum qui laetificat juventutem meam - respondí yo - (al Dios que alegra mi juventud)

Y así, versículo a versículo, recitamos todo el salmo del Introito. Me llamó la atención el hecho de que, a pesar de la edad anciana del P. Navarro, a pesar de su deteriorado estado de salud, él se considerara joven en la presencia de Dios, es decir, joven de espíritu. Y ese salmo lo recitaban todos los sacerdotes y monaguillos del mundo, fueran ellos jóvenes, maduros o ancianos. Ante la presencia de Dios, todos nos debíamos de sentir jóvenes, jóvenes en el espíritu, nunca mejor dicho.

La misa siguió su curso, terminó, ayudé a desvestirse al P. Navarro y volví a mis clases y a la vida reglamentaria del seminario. Pero todo el día rondó por mi cabeza aquella vivencia que había tenido por la mañana ayudando a misa al P. Navarro: Ad Deum qui laetificat juventutem meam. No cabe duda de que ese versículo lo decía el que hacía las veces de monaguillo, pero el salmo entero estaba en boca de ambos.

No sé por qué me viene recientemente y con insistencia este recuerdo a mi memoria. Quizá se deba a que yo ahora tengo la edad del P. Navarro, quién sabe, a lo mejor soy, con 77 años cumplidos, mayor que él en los años 63 y 64, lo que pasaba era que él estaba más machacado en salud que yo, había sido posiblemente más generoso que yo en su entrega a la labor misionera y evangélica.

Y no lo digo solamente por mí. Aquellos muchachos jóvenes, ilusionados y generosos de entonces hoy en día somos hombres ya de la tercera edad y algunos incluso estamos ya en la cuarta edad (tranquilos, que todavía quedan la quinta y la sexta, si bien no empujen). Lo importante es que aquel ad Deum qui laetificat juventutem meam siga llenando de esperanza y de ilusión nuestra vida”.

 

Me he puesto en contacto con Antonio González Mohíno, secretario del IEME, para preguntarle quién era exactamente aquel querido P. Navarro y me envía estos datos:

Ramón Leocadio Navarro Mateo

Nació en Corella (Navarra) el 9-12-1912. Estudió en el seminario de Tarazona. Fue ordenado sacerdote 11-4-1936 de manos de monseñor Nicanor Mutiloa, obispo de Tarazona. Ingresó en el IEME el 3-12-1948, es decir, a los 36 años y fue enviado a Chiriquí (Panamá) el 24 de mayo de 1949.

En mayo de 1951 regresó a España por enfermedad, primero estuvo en su casa y el 6-9-1959 pasó a residir en Burgos. El 18-3-1970 vino a Madrid y se instaló en la casa de Pirineos, 47. Falleció el 18-6-1980 en la Residencia Betania de Quart de Poblet (Valencia). Fue enterrado en la cripta-capilla que la residencia tiene en el cementerio de esa localidad valenciana.

 

 

 

 

Comentarios

  1. El Padre Navarro me contaba a mí que en su pueblo de Corella le llamaban "el cura que se cae"; lo cual era verdad, verdad que se caía y verdad que le llamaban así: pero lo admirable era que lo contase con toda naturalidad.

    Y si la censura me lo permite, añadiré otra cosa que él decía de su pueblo:

    Tres cosas hay en Corella
    que causan admiración:
    el puente viejo, las cuevas
    y....¡el retreta de la estación!

    Supono que la admiración por el retrete no sería por su estética sino por ...

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  2. Recuerdo que en mis años en Burgos ayude en una etapa a bañar al Padre Navarro. Lo hacíamos con un compañero andaluz, cuyo nombre he olvidado, en una habitacíon del segundo piso que tenía despacho, dormitorio y baño con una gran bañera. Lo subíamos cargando creo que los viernes y era muy simpático ver lo alegre que le ponían esos baños, y la risa que le entraba cuando le caía el agua tibia desde la cabeza. Solía desarrollar una especie de seborrea en la piel que supongo le causaba molestas rasquiñas. Yo tenía en ese tiempo frascos de colonia Varón Dandy, que era la que usaba mi padre, y solíamos terminar el baño dejándolo bien perfumado. Para ese entonces no hablaba ya casi nada, sólo farfullaba algunas palabras inenteligibles, y oía muy poco, por lo que teníamos que hablarle a gritos. Pero sonreía mucho. Sólo a veces ponía cara de enfurruñado, tal vez porque le frustraba no hacerse entender bien.
    Cuando se fue a Madrid, yo solía visitar todavía de vez en cuando esa habitación ( sabía dónde en la portería estaba la llave) porque el despacho estaba completamente emparedado de libros, de los que me interesaban especialmente unas enciclopedias de arte y unas biblias enormes con grabados impresionantes. Además, en ese despacho entraba una gran luminosidad en las tardes, lo que le convertía en un remanso de paz, cálido y aislado, ideal para leer en cualquier estación del año.
    Recuerdo al Padre Navarro y su admirable paciencia para llevar la cruz de su enfermedad. Espero haber contribuído algo en su binestar.

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